martes, 24 de mayo de 2011

EL SALUDO DE LUISA

Como todos los días, Luisa se sentó en la puerta de su casa y saludó contenta a las personas que pasaban en el colectivo. Muchos levantaban la mano, otros dejaban escapar una sonrisa, había quienes solían mover sus cabezas como símbolo de una respuesta al brazo levantado. Estaban también aquellos que indiferentes clavaban sus miradas en aquella imagen u otros que giraban sus cabezas haciéndose los desentendidos.

Su mamá solía despertarla temprano y Luisa, que esperaba ansiosa llevar su silla a la vereda, se preparaba como para ir a una fiesta: ropa bien planchada, zapatos brillosos, pelo estirado lo más firmemente posible y un moño de color rosa que sujetaba su cabello.

El ritual comenzaba después del desayuno y le tomaba todo el tiempo que transcurría hasta la hora del almuerzo. Desde que terminaba la comida hasta que su madre le daba una señal de aceptación a su salida diaria, Luisa caminaba impaciente por toda la casa y ensayaba poses y caras con las que luego saludaría.

Ella sabía muy bien que cuando la aguja más chica del reloj de la cocina llegaba al cuatro y la grande al doce, era momento de acercarse a la puerta, llevando consigo su silla, y hacer algún ruido para que su mamá se acerque y gire la llave que cuelga de la puerta, le dé un beso y la mire salir. Así es todas las tardes.

La mamá de Luisa es una mujer alta, no tanto como hace algunos años, es amable, siempre con buen humor, pero su rostro refleja el tiempo, el cansancio y una larga vida al cuidado de su hija. Nunca se impacienta, nadie jamás la escuchó levantar la voz, mucho menos explayar una negativa ante los pedidos de su hija, una gigante niña de 30 años que comenzó a hablar cuando a penas había cumplido 22, pero para quien el tiempo se detuvo unos pocos meses después de haber cumplido cinco años.

(del libro “Situaciones”)

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